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CRUCES SIN MEMORIA

CRUCES SIN MEMORIA Bajo el cielo gris de las mañanas bogotanas, la plaza de Bolívar amaneció convertida en cementerio. Decenas de cruces la cubren y le dan el lúgubre aspecto de un panteón pobre. Cruces de madera, lápidas sin muerto, cada una de ellas con un nombre, cada nombre con una historia de miedo y desesperanza. Algunas se sostienen en pie otras, por acción del viento tal vez, han caído. Quizás un mal presagio. Una de las peores cosas de la muerte puede ser la certeza de la ausencia permanente, pero aun peor es esa ausencia permanente sin la certeza absoluta de la muerte.
Sentado en el piso, Sebastián Jaramillo mira todas esas cruces. Piensa. Se pregunta si tal vez esas personas cuyos nombres pintados con tinta blanca sobre la madera rustica junto al nombre de su padre, son padres o madres también. Tal vez sus hijos los recuerdan. Baja la cabeza. Llora. Está triste. No es para él una situación extraña: la gente gritando, las pancartas, el llanto, no es la primera vez que participa en una manifestación. Su madre lo vistió de negro, le pintó el rostro.
Ahora, sentado en medio de la plaza frente a todas esas cruces, Sebastián Jaramillo a sus diez años no llora por su padre, llora porque él por más esfuerzo que hace no consigue recordarlo. Para él, el recuerdo de su padre siempre ha sido un nombre en una pancarta o, como ahora, en una cruz sin memoria en medio de la plaza.

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